El razonamiento motivado

Aferrarse a las creencias

 

Por curiosidad profesional caigo de vez en cuando en foros deportivos de los periódicos digitales, en los que el campo de batalla habitual es la interminable –y dicho sea de paso, fatigante- pugna entre los dos clubs de fútbol punteros en España.

Debo decir que muchas -la mayoría- de las aportaciones atienden únicamente a un criterio visceral y excluyente. El objetivo de los participantes -estaba a punto de llamarles debatientes- suele ser casi con exclusividad la denigración sistemática del equipo rival. En las escasas ocasiones en las que he tenido la osadía de lanzarme al ruedo, he reiterado mi opinión al respecto: denigrar al adversario es un reconocimiento de baja autovaloración, pues si el otro equipo es tan malo, ¿qué mérito tiene el mío cuando lo derrota?

Este tipo de argumentación no es, evidentemente, exclusivo del ámbito del deporte. Las tertulias televisivas, radiofónicas y cualquier discusión política están presididas por este mismo enfoque. Las excepciones son rarísimas.

Esa obsesión por tener la razón, por intentar hacer valer el punto de vista propio como el único digno de ser tenido en cuenta, significa una renuncia al ejercicio crítico, de manera particular al autocrítico. Este comportamiento no sólo es socialmente aceptado sino que quien se desvía de esa línea es considerado poco menos que un traidor a “la causa”: si no denigras al partido A, no eres un buen militante del partido B, y viceversa.

 

Different Opinions

 

Estamos asistiendo en estos momentos a una exhibición de censura de la opinión individual dentro del grupo, en aras a un supuesto “hacer piña”, que raya el ridículo. Pocas personas están por la labor de querer entender posiciones divergentes y con ello se obstaculizan las vías de resolución de conflictos de muy diversa índole.

Parece como si la propia existencia individual o grupal sólo pudiera estar justificada por la aniquilación de todo aquél que ose tener una opinión discrepante. Se valora más el aferrarse a una creencia que el daño que ello pueda suponer al entorno personal o general.

¿Tenemos miedo a comprobar que los argumentos contrarios son tan o más válidos que los nuestros? ¿Está nuestra autoestima condicionada a la valoración social de nuestros argumentos?

La psicología social denomina a este fenómeno como razonamiento motivado. Es el proceso que lleva a las personas a confirmar lo que ya creen, ignorando los datos y hechos que lo contradicen. Se refiere a la tendencia de los individuos a procesar la información de manera que encaje con algún objetivo predeterminado.

“El razonador motivado devalúa o directamente ignora la importancia de los mensajes contradictorios, cuestiona la credibilidad de sus fuentes y rastrea su memoria en busca de argumentos que los contrarresten.” Guillem Rico, Líderes políticos, opinión pública y comportamiento electoral en España, Centro de Investigaciones Sociológicas (2009)

Sobre la influencia de nuestros sesgos en la toma de decisiones, vale la pena leer este artículo: http://www.scientificamerican.com/espanol/noticias/todos-tenemos-sesgos-pero-eso-no-nos-impide-tomar-decisiones-validas/

En cualquier discusión o debate, ¿cuántas veces metemos con calzador los argumentos para que encajen con nuestras creencias, a pesar de las evidencias en contra? ¿Cuándo fue la última vez que, tras una discusión, escuchaste o dijiste «Me has convencido y te lo agradezco»?

La sociedad necesita que tanto individuos como colectivos se decidan a cambiar este enfoque. El primer paso –y es un gran paso- es ser consciente de ello. A partir de ahí se puede empezar a construir una nueva forma de comunicación más eficaz.

 

 

 

La resiliencia de un viajero involuntario

Resiliencia emocional

A primera hora de la tarde un hombre de mediana edad se sube al tren en la estación de Tafalla. Él no viaja; lo hace para acompañar a su madre al asiento. Una vez se despide de ella, se dirige a la puerta para apearse. Pese a sus insistentes intentos, no logra abrirla. Al cabo de unos segundos el tren emprende la marcha.

Su reacción inmediata es de estupor e incomprensión; mira en vano a su alrededor para tratar de encontrar la cámara oculta. Tiene durante un instante la tentación de accionar la alarma, pero desiste; le parece una reacción desproporcionada a su problema. Respira profundamente e intenta encarar el problema y sus repercusiones. Ha dejado a su mujer en la estación con el perro. Éste no está en las mejores condiciones físicas, pues acababan de diagnosticarle un cáncer abdominal en estado avanzado. El coche está aparcado a escasos metros de la estación pero las llaves están a buen recaudo en el bolsillo del viajero involuntario.

El hombre busca al interventor del tren y le explica la situación. “Usted no podía subir al tren. Los que no viajan no están autorizados, y al verle subir deduje que usted también viajaba”. Otra respiración profunda. “Pensé que dejaban unos minutos para casos como éste. Mi madre tiene una cierta edad y lleva una maleta de considerable peso”. “Lo entiendo”, responde el interventor, “pero las normas son las normas”. Otra dosis de profunda respiración. Vayamos a lo práctico, piensa el hombre. “¿Qué opciones tengo?”, pregunta. “No podemos detener el tren y menos con el retraso que llevamos. Déjeme que averigüe cuál es el primer tren que pasa en dirección contraria”.

Un par de llamadas más tarde le sugiere que se baje en Castejón y tome el primer tren de vuelta, que pasa en un par de horas. Tercera respiración profunda. Le quedan unos quince minutos para la parada, tiempo que aprovecha para entablar conversación con el interventor. Hace ya un buen rato que, tras una rápida valoración de la situación, ha tomado la decisión de tomarse el asunto a guasa. El interventor es consciente de ello y su expresión denota alivio. Tal vez temía que el viajero involuntario reaccionase con ira contra las costumbres y leyes ferroviarias. “Pues menos mal que no le ha pasado esto saliendo de Madrid hacia Sevilla con el AVE. ¡No se hubiera podido apear hasta Córdoba!”. Fue una charla fluida y agradable, que sólo se vio interrumpida por el aviso de llegada a la primera parada del tren, el inesperado destino del viajero.

 

Resiliencia

Tiempo atrás, ese mismo hombre habría afrontado la situación de una manera diametralmente distinta. Empezando por un ataque de pánico, seguido de otro de ira, se habría erigido, para deleite del resto de pasajeros, en el auténtico protagonista de un viaje de no más de veinte minutos de duración.

Pero ese hombre, cuyo alto nivel de cociente intelectual estaba fuera de toda duda, había tenido hasta hace relativamente poco tiempo graves problemas de autogestión, uno de los pilares básicos de la inteligencia emocional. Todos padecemos reveses a lo largo de nuestra vida; desde los más insignificantes –como es el caso del presente ejemplo- hasta los más serias. Lo importante es saber recuperarse y reaccionar de manera emocionalmente inteligente y efectiva, haciendo que pensamientos, actitudes y emociones negativas cambien de signo. En otras palabras, actuar con resiliencia.

Afortunadamente, la inteligencia emocional se puede desarrollar si uno lo desea. El primer paso es trabajar el autoconocimiento, adquirir consciencia de nosotros mismos y de los demás, para poder elevar nuestro nivel de autoestima. Requiere trabajo, pero vale la pena porque su repercusión es enorme en todos los ámbitos de la vida.

¿Eres plenamente consciente de cómo reaccionas cuando algo va mal?