Autosabotaje

El autosabotaje, un arte al alcance de todos

Y llegó el día en que el riesgo de permanecer bien abrigado en el capullo era más doloroso que el requerido para florecer. Anaïs Nin

Cuando uno piensa que triunfar en la vida consiste en llegar a ser exactamente igual que una persona famosa, reconocida por sus éxitos, las probabilidades de fracaso son grandes. No porque no se la pueda igualar sino porque cada uno es diferente y el éxito, en consecuencia, también lo será. El verdadero éxito no consiste en ser un clon de otro triunfador, sino en ser la mejor versión de uno mismo.

A lo largo de mi vida he sido testigo de muchas carreras profesionales de un nivel muy inferior al talento de sus protagonistas. Por muy diversas razones, algunas personas no consiguen poner todo su talento al servicio de una tarea determinada. A veces, en la conocida fórmula Rendimiento = Potencial – Interferencias, estas últimas tienen demasiado peso.

Una esas razones podría calificarse, a riesgo de parecer un tanto simplista, de una cierta intolerancia al éxito. Cuando se tiene una visión del éxito como algo al que sólo pueden acceder cierto tipo de personas, entre las que uno no se encuentra, hay tendencia a considerarse con derecho sólo a una mínima porción del mismo y durante un limitado período de tiempo. Sentirse bien siempre no es bueno ni aceptable, parecen pensar. El problema con muchas creencias es que, a pesar de no tener un sustento real, acaban constituyendo un obstáculo porque las asumimos como reales.

Esta intolerancia puede manifestarse de diversas maneras: unos echan mano de la preocupación, ese sentimiento que nos traslada a un futuro negro y nos impide disfrutar del presente; otros optan por sentirse culpables –“yo no merezco este éxito tanto como otros que han luchado más que yo”, por ejemplo-; y  otros se quitan el mérito de encima, argumentando que lo que han logrado “no es para tanto”.

En la práctica, los que sienten esta intolerancia pueden llegar a casi cualquier cosa para sabotear su éxito y lograr bajar hasta un nivel en el que se encuentren más cómodos. Y no hay nada más tramposo y paralizante que la comodidad.

Nuestro miedo más profundo no es el de ser inapropiados. Nuestro miedo más profundo es el de ser poderosos más allá de toda medida. Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que nos asusta.  Marianne Williamson

El éxito puede producir miedo y rechazo. Es cierto que acarrea más responsabilidad y que ésta no es del gusto de todos. Pero también es cierto que, bien digerido, es la máxima expresión de  la realización personal. Y una vez llegados a él, dejamos de sentir la necesidad protectora del ego que, frente a la alta autoestima, desaparecerá de nuestra vida por no tener ya razón de existir.

Me gusta hablar del deporte, gran escuela y escaparate de vida. Todos tenemos un deporte favorito, al que seguimos más o menos de cerca. Cuando uno lleva ya recorrida una gran parte de su trayectoria vital, el número de deportistas que han desfilado delante de sus ojos es enorme. ¿Cuántos de ellos se han quedado a medio camino por no haber sabido sobreponerse a esa intolerancia al éxito? Me vienen a la mente unos cuantos nombres, que no citaré.

Afortunadamente, hoy en día existen muy buenos profesionales que pueden ayudar a los deportistas a dar ese salto desde su situación actual hasta la deseada, sorteando los obstáculos que hay en el camino, muchos de ellos autoimpuestos.

En este momento recuerdo con nostalgia una anécdota cercana a mí y lejana en el tiempo, y que ilustra ese miedo al éxito que muchos padecen. En medio de la sesión preparatoria de un partido, el entrenador se acerca a uno de los jugadores y le dice: “Eres un excelente futbolista. Bueno, permíteme que matice: tienes el talento suficiente para serlo. ¿Por qué demonios no te esfuerzas más?”.  El muchacho, que en ese momento todavía no conocía la razón, se quedó sin respuesta. Si la hubiera conocido entonces, tal como descubrió años más tarde tras haber analizado las circunstancias de su vida, habría contestado: “Porque si me esfuerzo, corro el riesgo de triunfar”.

 

 

La Ira

Dies irae: el día de la ira

Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo. Aristóteles

La ira es un elemento de las relaciones humanas y como tal suele hacer acto de presencia en los conflictos. El origen de la ira puede depender de varios factores, y los científicos, que durante decenios habían definido la ira en términos más o menos dicotómicos –emoción vs cognición-, empiezan a rechazar esa idea.

Como suele ocurrir con muchos elementos o conceptos que intervienen en la vida de las personas, con la ira es importante intentar tener en cuenta su parte positiva, aquélla que nos puede ayudar a resolver los problemas. Recordemos lo que ocurre cuando, en algunas disciplinas deportivas –tales como las artes marciales-, la violencia del ataque que nos está dirigido lo podemos aprovechar en nuestro favor. Se trata, en definitiva, de dominar la situación o, por lo menos, de gestionarla adecuadamente.

Veamos en concreto de qué manera se puede gestionar la ira durante un proceso de mediación, en el que con cierta frecuencia aparecen manifestaciones de este tipo. No hay que olvidar que las partes se presentan con sus armas para hacer frente al adversario.

Aunque aparentemente la ira pueda ser percibida como un ineludible obstáculo para llevar a cabo un proceso de mediación, puede sin embargo ser utilizada como un elemento muy útil si se tiene la habilidad de saber gestionarla de manera correcta. La tarea del mediador es la de ayudar y contribuir a una buena comunicación entre las partes, con el objetivo de que sean capaces de negociar. Cuando aparece la ira en el camino, deberá ser capaz de calmarla y reconducirla hacia su mejor utilidad: desvelar los verdaderos intereses subyacentes. Éstos permanecerán ocultos si la comunicación se limita a un desahogo hostil. Hay que identificar los síntomas para poder hacer un buen diagnóstico.

Sin control, la ira desencadena en una serie de reacciones físicas que impiden el diálogo y la negociación tanto a la parte que la manifiesta como al destinatario de la misma. Por una parte, el que la expresa se centrará en los ataques hacia el otro, olvidando el objetivo principal del proceso, que es la resolución del problema; el que la recibe se sentirá herido y no será capaz de escuchar de manera adecuada a la persona enojada, lo que le restará voluntad negociadora.

Son mucho más graves las consecuencias de la ira que sus causas. Marco Aurelio

No hay que pensar en la ira como algo a eliminar a toda costa. Su aparición nos puede dar un aviso sobre una necesidad insatisfecha o sobre algo que requiera ser atendido. Para gestionarla de manera eficaz, debe abordarse su estímulo subyacente y poner atención a sus componentes, tanto fisiológicos como cognitivos.

El mediador debe ofrecer las mejores condiciones ambientales para rebajar la tensión y conseguir que los intereses ocultos de las partes acaben por aflorar, incluso recurriendo a las sesiones privadas –caucus– si fuera necesario; a veces las partes prefieren no tratar en sesión conjunta algunos temas que desencadenan la ira.

Hay potentes herramientas que el mediador puede utilizar para la gestión de la ira. Entre ellas figura la reformulación de comentarios hirientes, que tiene como objetivo sacar a la luz los intereses o necesidades reales; del mismo modo, la escucha activa, si es manejada adecuadamente para rebajar la tensión, contribuye eficazmente a ese objetivo; y formular resúmenes efectivos puede convertir declaraciones amargas en comentarios perfectamente aceptables.

Para este proceso de modelación de la parte iracunda, es útil la paráfrasis para que el emisor tome conciencia de sus comentarios airados si la conversación se centra en posiciones en lugar de intereses.

El mediador puede proponer de entrada unas reglas de juego sobre lo que puede ser aceptable en la mediación. Igualmente dispone de la posibilidad de informar a las partes sobre maneras de controlar la ira y las partes deben, en todo caso, estar informadas sobre la posibilidad de recurrir a sesiones privadas, como he mencionado anteriormente.

Si durante el proceso de mediación se detectan muestras de ira patológica, se deben marcar unos límites de actuación y cancelar la mediación si hay indicios de imposibilidad de llevar el proceso a cabo.

Es de destacar la necesidad de que las partes tengan clara su responsabilidad en el resultado de la mediación y de que para ello la ira no puede ser un arma para imponer su criterio. En cuanto al mediador, su tarea no consiste en evitar la ira, sino su escalada, y la utilizará para poner de relieve los intereses subyacentes que no saldrán a la superficie sin esa tarea de control. Para ello deberá ser lo suficientemente hábil para contribuir a crear las mejores condiciones para un diálogo fluido.

 

La Mediación

La mediación, profesión y forma de entender la vida

Llevar una mediación significa fundamentalmente facilitar la comunicación entre las personas en conflicto a fin de llegar a un acuerdo duradero. Tomas Fiutak, Le médiateur dans l’arène.

Los conflictos son inherentes a la condición humana porque el hombre se mueve por percepciones. “Un conflicto se produce cuando individuos o grupos entran en competición para defender los mismos intereses, guiados por objetivos y/o motivos más o menos incompatibles.” (Thomas Fiutak).

No es necesario que esos objetivos sean incompatibles; basta con que sean percibidos como tales. Uno de los factores que más influyen en esa percepción de incompatibilidad es la deficiente comunicación: el mensaje se va diluyendo o modificando a partir de lo que digo -que muchas veces empieza por no ser lo mismo que lo que tenía intención de decir-, lo que la otra parte oye, lo que está dispuesta a oír, lo que entiende y lo que desea que el emisor crea que ha entendido.

Una vez desencadenado el conflicto, las partes disponen de diversas opciones para hacerle frente, tanto para gestionarlo como para resolverlo. La manera en que se aborda un conflicto depende de varios factores: pueden influir el contexto, la cultura, el carácter, las emociones y la actitud. Todas ellas se traducen en un mayor o menor grado de protagonismo de las partes en su gestión y resolución.

Siendo la mediación un proceso de arraigo relativamente reciente, muchas personas que no están directamente familiarizadas con los métodos alternativos de resolución de conflictos tienen una idea un tanto errónea de ella, siendo habitualmente confundida con el arbitraje o la conciliación.

Pero veamos en primer lugar las diversas opciones que existen para resolver los conflictos, desde la decisión de un juez hasta la pura negociación directa entre las partes.

Lo que un juez decide tiene un poder vinculante y de obligado cumplimiento. Las partes carecen de poder, salvo su eventual derecho a apelar su decisión.

En segundo lugar, el arbitraje, proceso resultante de un acuerdo de las partes en designar voluntariamente a un tercero, y de someterse a su decisión, que también es de obligado cumplimiento.

La conciliación es igualmente un proceso voluntario. El conciliador, que puede ser elegido por las partes, propone soluciones y las partes son libres de aceptarlas o no. Se trata de un acuerdo privado.

La mediación es un proceso que podría asemejarse a una negociación asistida, una búsqueda no violenta de soluciones a percepciones de intereses compatibles. El mediador trabaja con las partes de manera colaborativa en el análisis de conflicto. Dirige el proceso pero son las propias partes las que gestionan sus discrepancias y su forma de alcanzar acuerdos. Es un proceso voluntario, que tanto el mediador como las partes pueden abandonar en el momento que consideren oportuno.

En el caso de la negociación, las partes dialogan, sin intervención de terceros, para consensuar un acuerdo. No hace falta decir que es un proceso voluntario y que las partes tienen la máxima capacidad de decisión.

La mediación se rige por los principios de voluntariedad, confidencialidad, imparcialidad con respecto a las partes y neutralidad con respecto al resultado. Requiere por parte de todos los participantes una gran dosis de creatividad.

El mediador debe reunir una serie de características que lo hagan apto para este complicado trabajo. Hay que tener en cuenta su necesidad de percibir lo posible y guiar a los protagonistas hacia un punto en el que puedan juzgar el valor de un acuerdo mutuo. Hay que ser consciente de que pasará por momentos de tensión frente a los clientes y frente a sus propias tensiones internas. Deberá ser capaz de mover muchos hilos al mismo tiempo, muchas veces con información insuficiente. Una buena dosis de sentido del humor le será de gran ayuda. Saber ganarse la confianza, saber escuchar, ser sensible a los valores ajenos y mantener un lenguaje claro y neutral.

En palabras del mencionado Thomas Fiutak, podríamos resumir la labor del mediador como la de proveer los mecanismos para alentar a las partes a pasar libremente de la desconfianza mutua a una colaboración efectiva.

En la mediación se produce una explosión de emociones que conduce a las partes a tomar conciencia de la realidad del otro; es el momento crucial del proceso, en el que las personas participantes están listas para un cambio de comportamiento, con el objetivo de construir una nueva realidad que ayude a encontrar soluciones.

¿Qué ventajas ofrece la mediación? En primer lugar, la rapidez. En casos de mediación entre empresas, por ejemplo, muchas veces bastan dos o tres sesiones para alcanzar un acuerdo. En segundo lugar, el bajo coste, particularmente comparado con el arbitraje. En tercer lugar, la asunción de responsabilidad en la gestión del conflicto; no se delega a terceros. Por último, y en ocasiones como factor más importante, se preservan las relaciones futuras entre las partes, pues el acuerdo es suyo y así lo han deseado.

La mediación es un canto a la responsabilidad personal, pues las partes se hacen cargo de la gestión del problema; es una apuesta decidida por la inteligencia al servicio de las relaciones humanas; fomenta la autoconfianza, pues transforma el miedo a mostrarse vulnerable en autoestima por ser capaz de gestionar situaciones complicadas. Quien haya participado de alguna manera en una mediación de calidad, difícilmente dejará de aplicar sus técnicas de comunicación en cualquier ámbito de sus relaciones personales y profesionales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Motivación

La motivación, ese motor que no siempre está a punto

Si hacemos un repaso mental a las personas que hemos conocido a lo largo de nuestra vida, no tendremos problemas en identificar a aquéllas que, según nuestros parámetros, consideramos que han logrado el éxito y a otras que, a pesar de tener las condiciones necesarias para ello, se han quedado a medio camino.

Una de las claves para alcanzar los objetivos está en la motivación, ese carburante que nos permite mantenernos en la carrera diaria y cuya intensidad está fuertemente ligada al rendimiento profesional.

Para analizar la relación entre motivación y rendimiento, vale la pena echar mano del mundo del deporte, ámbito que nos ofrece múltiples ejemplos del desarrollo de la actividad humana, tanto física como mental. Entre los deportistas encontramos diferentes patrones de motivación, con las lógicas consecuencias en su rendimiento, tanto en el entrenamiento como en la competición.

No es la carga lo que te hace caer, sino la manera en que la llevas. Lou Holtz

Un primer patrón lo configuran aquellos deportistas que han aprendido a instalarse en la impotencia. Se caracterizan por un nivel de esfuerzo bajo y por atribuir sus fracasos a factores externos -mala suerte o rivales fuera de alcance. No les vale la pena el esfuerzo, pues piensan que el resultado escapará siempre a su control. Este sentimiento de impotencia tiene su origen en experiencias pasadas, en las que, por diversas razones, las derrotas fueron el pan de cada día.

La buena noticia es que lo que se aprende puede ser desaprendido. Un buen coach trabajará para redefinir su concepto de éxito, llevándolo al terreno de la mejora personal, que es lo único que el deportista puede controlar, y ayudándole a olvidarse de la comparación con otros, ambición tan habitual como estéril.

Un segundo patrón lo constituye el miedo al fracaso. Se trata de un motivador muy fuerte, pero que resta energía y placer a la actividad que se lleva a cabo. La ansiedad generada por el miedo se traduce en bajo rendimiento. El miedo al fracaso puede tener varias causas, aunque casi todas hacen que la autoestima y los afectos estén condicionados a los resultados deportivos.

Los síntomas del miedo al fracaso se detectan por la invención de excusas antes y durante la competición, la preocupación por la valoración ajena y miedo al nivel del adversario. La ansiedad provoca la sensación de falta total de control. Los afectados se sienten incapaces de hacer un análisis racional de la derrota, ya que consideran al fracaso como única medida de su valor.

La primera medida para dominar ese miedo es reconocerlo. La labor del coach consistirá en establecer un canal de comunicación muy fluido y paciente con el deportista y lograr que identifique la derrota como una oportunidad para aprender, actitud propia de los grandes deportistas. Es fundamental que sea capaz de separar su identidad de su rendimiento. Las técnicas de establecimiento de objetivos personales son de gran ayuda.

Algunos creen que ganar acarrea consecuencias negativos, lo que los convierte en sujetos del miedo al éxito. No todos los deportistas están en condiciones de digerir las expectativas poco realistas de su entorno, ni se sienten cómodos con la idea de servir de ejemplo a otros. Otro factor que puede influir es un cierto miedo a eclipsar a compañeros menos dotados. Se dan incluso casos de deportistas con talento que se retienen en la competición por miedo a decepcionar a un ser querido que ha puesto sus expectativas de futuro fuera del ámbito del deporte.

Los que tienen miedo al éxito perciben la competición como una especie de pequeña tortura por la que tienen que pasar con una cierta frecuencia; aflojan en su esfuerzo cuando están en ella e incluso llegan a evitarla si les es posible.

Sus objetivos deben ser claros y no debe permitir que les sean impuestos otros. Necesitan seguridad y ayuda para expandir su zona de confort, así como técnicas de visualización que representen su mejor versión, acorde con su potencial. Las dinámicas de grupo ayudarán a armonizar su rendimiento con el del resto del equipo.

El perfeccionismo es un motivador que causa muchos problemas. Es la minuciosidad llevada al extremo. El perfeccionista no está nunca satisfecho con lo que hace y se siente culpable cuando descansa. Necesita ayuda para poner su rendimiento en perspectiva y darse cuenta de la necesidad del descanso físico y mental. Se le puede ayudar instándole a verbalizar los aspectos positivos de la competición, una vez acabada ésta. Se le debe fomentar el placer del proceso, independizándolo del resultado.

El deportista instalado en el bajo rendimiento, llamado coloquialmente “manta”, es aquél con talento natural pero adicto a la ley del mínimo esfuerzo. Su principal enemigo es precisamente su talento. Se queda anclado en éxitos pasados y alcanza niveles competitivos para los que no está preparado. Su principal reto es identificar la relación entre esfuerzo y éxito. Debe cambiar la perspectiva del tiempo, ya que está centrado en el pasado y debe entender que los éxitos pasados no garantizan los futuros.

La eficacia adquirida, término acuñado por el psicólogo Robert Rotella, es el patrón ideal y el que proporciona los mejores resultados. El deportista con esta motivación asume el control de su rendimiento, no necesita excusas y percibe las debilidades como desafíos. Su confianza no se pone en riesgo por el hecho de padecer alguna derrota. Se prepara a conciencia, con objetivos claros y sabe que los factores externos, por sí solos, no son determinantes. Sabe abstraerse de las distracciones en la competición y considera que tanto el pasado como el presente y el futuro pueden aportar cosas importantes.

Muchos son los casos de talentos desperdiciados por un mal ajuste en la motivación. Se me ocurren varios, tanto en el pasado como en el presente. Sería deseable reducir su número en el futuro. En eso estamos.

Fuera de juego

¿Te sientes fuera de juego?

Awareness requires living in the here and now, and not in the elsewhere, the past or the future.
Eric Berne, Games People Play

Una calurosa tarde de domingo, acuciado por la urgencia de refrescar mi garganta, entré en una cafetería del centro de la ciudad. El local estaba abarrotado de un púbico chillón cuyo centro de atención era un televisor que emitía un partido de fútbol. Por lo caldeado del ambiente, imaginé que el encuentro era de los de alto voltaje. Se enfrentaban, en efecto, dos de los equipos llamados “gallitos” de la competición.

Cuando entré, el partido estaba empatado pero, a los pocos minutos, el equipo local marcó un gol. El individuo que tenía a mi lado profirió inmediatamente un sonoro grito:

-¡¡¡Fuera de juego!!!

Deduje que se trataba de un aficionado del equipo que acababa de ver perforada su portería. En efecto, tanto él como la mayoría de sus colegas telespectadores, aunque residentes en esta ciudad, provenían de la región del equipo visitante.

-¿Era fuera de juego, verdad?, me dijo mi vecino, dándome un codazo que por poco no acabó con mi vaso de refresco en el suelo.

-La verdad, no me lo ha parecido, pero tal vez la repetición nos saque de dudas.

La repetición, antaño conocida como la “moviola”, dejó claro que el árbitro acertó en su decisión de dar validez al gol.

-Ya ve, parece que el gol es legal.

-Pero bueno, ¿no se da usted cuenta que el delantero se ha quedado solo delante del portero en el momento del remate?

Tuve que explicarle que lo que determinaba la situación de fuera de juego era la posición del balón en el momento del pase y que las imágenes era muy explícitas al respecto: no se daban las condiciones para la anulación del gol.

Mordiendo su cigarro puro y con la cara de color rojo cereza, me espetó:

-¡Bueno, pero seguro que si hubiera sido fuera de juego tampoco lo habría anulado!

-Me temo que eso nunca lo sabremos, le contesté.

Acabado el partido con victoria local, me despedí de mi compañero de barra deseándole más suerte para los próximos partidos.

En cualquier otro momento de mi vida, la anécdota no hubiera superado la categoría de banal. Ese día, sin embargo, no pude dejar de darle vueltas a la cabeza durante mi trayecto de regreso a casa. En primer lugar, el estado de excitación en el que se encontraban los espectadores del bar me hizo reflexionar sobre las cosas que podemos controlar y las otras. Sin darnos cuenta, dejamos en manos -en esta ocasión, en pies- de otras personas, sobre las que además no podemos ejercer ningún tipo de control, la responsabilidad de nuestro bienestar emocional.

Me llamó igualmente la atención la absoluta necesidad de seguridad que tenemos, y cuya confirmación solicitamos encarecidamente (“¿Era fuera de juego, verdad?”).

A esa necesidad se une la de tener razón, mucho más acuciante que la conquista de la verdad. En el caso de marras, la revelación del acierto arbitral pasó a un segundo plano ante la hipótesis de que, en caso de que la posición del jugador hubiera sido ilegal, el árbitro habría actuado de manera torticera, dando a pesar de todo por válido el gol, en perjuicio de sus amados colores. Ese tranquilizador “Piensa mal y acertarás”, que nos invita a no indagar más allá de la superficie de las cosas y a quedarnos en nuestra querida zona de confort.

Gracias a la adquisición de habilidades de conciencia propia y ajena, unos minutos de audiencia televisiva compartida dieron para mucho. Me di cuenta de que no sólo estaba en condiciones de poder identificar lo que el otro pensaba y sentía, sino de que también me importaba. Hace un tiempo no habría sido capaz de captar todos esos matices tan útiles para vivir plenamente. Pensé en lo curioso que resulta el hecho de que un desconocido te ofrezca la oportunidad de descubrir en la práctica los conocimientos previamente adquiridos. Y al mismo tiempo sentí la necesidad de incorporarlos a mis formaciones para poder compartirlos con más personas. Todo un privilegio.

Triángulo de Karpman

Atrapados en juegos psicológicos: El Triángulo de Karpman

Frente a situaciones controvertidas, el ser humano puede reaccionar de diversas maneras. Cuando no se está lo suficientemente preparado para la gestión de las reacciones, uno de los riesgos más evidentes es el de caer de lleno en el tóxico entramado de juegos psicológicos en el que las partes en conflicto se sienten tan a gusto.

Stephen Karpman nos expone, en su famoso triángulo dramático, los tres roles del nefasto juego: perseguidor, víctima y salvador. Tres diferentes formas de utilizar la manipulación como herramienta de control. El perseguidor, que necesita ser temido, manipula a base de infundir miedo; la víctima, en su necesidad de ser perseguida, echa mano de la culpa; y el salvador, que necesita que le necesiten, es un maestro en el arte de sobornar.

Lo curioso es que los roles son intercambiables y cada uno de los actores puede ir pasando de uno a otro en función de su objetivo del momento, incluso durante una misma discusión.

Todos tenemos a alguien cercano cuyo juego favorito es éste. ¿Lo has identificado ya? Efectivamente, es él. Ahora que ya sabes a qué ha estado jugando durante tanto tiempo, te toca decidir: puedes seguir intoxicándote con el juego o bien tomar la firme resolución de que tu estado de ánimo no lo determinen otras personas.