La negociación, un campo de minas

Las trampas en la negociación

 

Cuando presenciamos una situación conflictiva desde la distancia -sea ésta física o emocional-, nuestra percepción sobre la misma está exenta de ciertas influencias. Hasta se diría que resolver los problemas ajenos es mucho más fácil que resolver los propios y que para que el mundo fuera una balsa de aceite bastaría con organizar un mercado de intercambio de problemas.

Pero cuando el tema nos afecta de forma más o menos directa, la cosa cambia. Una de las cuestiones básicas a la hora de intentar resolver un conflicto es saber si es conveniente o no negociar con la otra parte y, en caso afirmativo, cómo y cuándo hacerlo.

Debemos tener en cuenta que para valorar las situaciones – y el tema que nos ocupa no es una excepción- utilizamos dos tipos de razonamiento: el intuitivo y el analítico. El primero tiene la ventaja de ser rápido pero es muy selectivo con la información que maneja y nos puede inducir a error; el segundo, aunque es más sistemático, no siempre nos proporciona la respuesta más adecuada. Aunque pueda utilizar ambos, cada persona suele tener uno de los dos como dominante.

“Lo verdaderamente terrible es que todo el mundo tiene sus razones.” Jean Renoir

trampa

La manera en que abordemos los conflictos influirá mucho en la disposición o no a negociar con la otra parte. Robert Mnookin llama a ciertas perspectivas “trampas o distorsiones cognitivas”. Unas nos llevan a rechazar la negociación cuando probablemente la mejor opción sería negociar y otras, por el contrario, nos impulsan a hacerlo cuando tal vez lo mejor habría sido abstenerse.

Un ejemplo es la consideración de la otra parte como esencialmente perversa, dotada de una maldad inherente a su personalidad. Esta demonización impregna la situación de tal manera que cierra la posibilidad a entablar cualquier tipo de negociación; en el extremo opuesto está la trampa de la contextualización: se considera que la conducta de la otra parte es debida a las circunstancias y todo se le debe perdonar; esa predisposición estimula el deseo de negociar, sea o no conveniente hacerlo.

«A la hora de evaluar el comportamiento de los demás tendemos a exagerar la importancia de la disposición y de los rasgos de personalidad, pero subestimamos la influencia del contexto. Por el contrario, cuando se trata de justificar nuestra propia conducta la tendencia es exactamente la opuesta: recurrimos a la presión del contexto para justificar aquellos comportamientos de los que no nos sentimos orgullosos.» Robert Mnookin, Pactar con el Diablo

Otra trampa es la que se deriva de ver el mundo como una competición constante. Quien así lo hace no entiende la negociación. Es la llamada suma cero. Para él hay un pastel que debe tener un beneficiario, y todo lo que consiga la otra parte va en detrimento de la suya. Este punto de vista es muy habitual en las rupturas matrimoniales, en las que a los contendientes les cuesta entender que el beneficio de uno puede repercutir en el bienestar del otro y, al fin y al cabo, de ambos. Como contrapartida a esta trampa, está la de la adicción a ganar-ganar, ver siempre la posibilidad de un resultado en el que ambos ganen. Debemos tener en cuenta que eso no es posible en la totalidad de casos. Hay situaciones en las que el pastel no se puede hacer más grande de lo que es.

“Nunca compitas con alguien que no tiene nada que perder.” Baltasar Gracián

Reconozcamos y admitamos que estamos expuestos a esas trampas y seamos conscientes de la fuerza que tienen nuestras emociones. No tengamos miedo de exponernos a otras perspectivas que nos serán útiles para tomar la decisión con mayor tranquilidad y, seguramente, acierto.

 

El razonamiento motivado

Aferrarse a las creencias

 

Por curiosidad profesional caigo de vez en cuando en foros deportivos de los periódicos digitales, en los que el campo de batalla habitual es la interminable –y dicho sea de paso, fatigante- pugna entre los dos clubs de fútbol punteros en España.

Debo decir que muchas -la mayoría- de las aportaciones atienden únicamente a un criterio visceral y excluyente. El objetivo de los participantes -estaba a punto de llamarles debatientes- suele ser casi con exclusividad la denigración sistemática del equipo rival. En las escasas ocasiones en las que he tenido la osadía de lanzarme al ruedo, he reiterado mi opinión al respecto: denigrar al adversario es un reconocimiento de baja autovaloración, pues si el otro equipo es tan malo, ¿qué mérito tiene el mío cuando lo derrota?

Este tipo de argumentación no es, evidentemente, exclusivo del ámbito del deporte. Las tertulias televisivas, radiofónicas y cualquier discusión política están presididas por este mismo enfoque. Las excepciones son rarísimas.

Esa obsesión por tener la razón, por intentar hacer valer el punto de vista propio como el único digno de ser tenido en cuenta, significa una renuncia al ejercicio crítico, de manera particular al autocrítico. Este comportamiento no sólo es socialmente aceptado sino que quien se desvía de esa línea es considerado poco menos que un traidor a “la causa”: si no denigras al partido A, no eres un buen militante del partido B, y viceversa.

 

Different Opinions

 

Estamos asistiendo en estos momentos a una exhibición de censura de la opinión individual dentro del grupo, en aras a un supuesto “hacer piña”, que raya el ridículo. Pocas personas están por la labor de querer entender posiciones divergentes y con ello se obstaculizan las vías de resolución de conflictos de muy diversa índole.

Parece como si la propia existencia individual o grupal sólo pudiera estar justificada por la aniquilación de todo aquél que ose tener una opinión discrepante. Se valora más el aferrarse a una creencia que el daño que ello pueda suponer al entorno personal o general.

¿Tenemos miedo a comprobar que los argumentos contrarios son tan o más válidos que los nuestros? ¿Está nuestra autoestima condicionada a la valoración social de nuestros argumentos?

La psicología social denomina a este fenómeno como razonamiento motivado. Es el proceso que lleva a las personas a confirmar lo que ya creen, ignorando los datos y hechos que lo contradicen. Se refiere a la tendencia de los individuos a procesar la información de manera que encaje con algún objetivo predeterminado.

“El razonador motivado devalúa o directamente ignora la importancia de los mensajes contradictorios, cuestiona la credibilidad de sus fuentes y rastrea su memoria en busca de argumentos que los contrarresten.” Guillem Rico, Líderes políticos, opinión pública y comportamiento electoral en España, Centro de Investigaciones Sociológicas (2009)

Sobre la influencia de nuestros sesgos en la toma de decisiones, vale la pena leer este artículo: http://www.scientificamerican.com/espanol/noticias/todos-tenemos-sesgos-pero-eso-no-nos-impide-tomar-decisiones-validas/

En cualquier discusión o debate, ¿cuántas veces metemos con calzador los argumentos para que encajen con nuestras creencias, a pesar de las evidencias en contra? ¿Cuándo fue la última vez que, tras una discusión, escuchaste o dijiste «Me has convencido y te lo agradezco»?

La sociedad necesita que tanto individuos como colectivos se decidan a cambiar este enfoque. El primer paso –y es un gran paso- es ser consciente de ello. A partir de ahí se puede empezar a construir una nueva forma de comunicación más eficaz.

 

 

 

Asertividad: Convicciones y Derechos

Asertividad: Convicciones y Derechos

Hay una agradable firmeza de tono cuando uno está en armonía consigo mismo. Peter Hoeg, The Quiet Girl

La asertividad es la habilidad relacional que consiste en la expresión directa y clara de nuestros sentimientos, la firme defensa de nuestras convicciones y derechos, con absoluto respeto por los derechos de los demás.

Cuando esta habilidad no está suficientemente desarrollada, el individuo se enfrenta a la frustración, la insatisfacción y, en muchos casos, a la generación de conflictos interpersonales.

Las creencias y pensamientos negativos, la falta de autoestima y el poco o nulo aprendizaje debido a una experiencia personal sin referentes en este sentido, son las principales causas de la dificultad en poner en práctica la asertividad.

Desde una edad temprana, en sus interacciones cotidianas, los niños dejan señales muy evidentes de su particular forma de comportarse y comunicarse. Los hay que están siempre pendientes de lo que hacen los demás, no toman nunca la iniciativa, adoptan una actitud sumisa y esperan a ver por dónde sopla el viento para tomar partido en las situaciones. En el otro extremo están los que se muestran siempre “gallitos”, toman el mando de la situación, no dudan en recurrir a la agresividad y a la manipulación para satisfacer sus deseos y necesitan constantemente una corte de aduladores que les sigan en sus actos y rían sus gracias. Entre ambas actitudes, otros adoptan posiciones más o menos equilibradas, que van variando en función de las circunstancias.

Junto con una cierta predisposición de carácter que uno lleva incorporada desde la infancia, con el tiempo se van adquiriendo creencias que están en el origen de certezas que sostienen valores y determinan comportamientos. Estas creencias obstaculizan a menudo las relaciones humanas, nos limitan a reacciones y respuestas preconcebidas y estereotipadas que no ayudan en nada a la resolución de los problemas.

Suponemos, entre otras cosas, que nuestros asuntos son cosa únicamente nuestra y que no incumben para nada a los demás. Nos negamos, de esta manera, la posibilidad de pedir ayuda a los demás, que, por otra parte, tienen el derecho a dárnosla o a negárnosla.

Por miedo a poner en peligro una relación de amistad, nos adaptamos, a veces de manera realmente absurda, a los demás. En este caso nos negamos el derecho a decir “NO”.

Animo a la gente a recordar que “No” es una frase completa. Gavin de Becker

En muchos casos, la falta de asertividad no es más que la ignorancia de nuestro derecho a tener derechos: a equivocarnos, a cambiar de opinión, a ignorar cosas y a preguntar sobre lo que ignoramos, a defender nuestra postura, a expresar libremente nuestras dudas y a contradecir la opinión ajena sin por ello sentirnos culpables.

¿Qué podemos hacer para ser más asertivos? Varias cosas. En primer lugar, identificar el obstáculo que nos lo impide. Seguidamente, como ocurre con todo proceso de cambio, llevarlo a la práctica y ejercitarlo con mucha constancia.

De cualquier forma, hay una serie de estrategias que siempre son recomendables. Empecemos por potenciar la autoestima, recordándonos que lo valiosos que somos y que tenemos el derecho -y creo en cierto modo la obligación- de ponernos en valor tanto frente a nosotros mismo como frente a los demás.

Es también de enorme importancia la manera en que nos comunicamos: el lenguaje debe ser claro, concreto y no violento. Recordemos que la violencia es patrimonio de quien está manifestando una necesidad no satisfecha, algo que está en las antípodas de la asertividad. Dentro de las características del lenguaje asertivo está el no recurrir a la amenaza ni al arrinconamiento del interlocutor.

Así como uno de los elementos que caracterizan al asertivo es su derecho a decir “No”, también lo es aceptar ese “No” cuando viene de los demás.

Para llegar a poner en práctica estas estrategias, existen multitud de técnicas que deben utilizarse en función de las necesidades de cada persona.

Tan sencilla de entender como en algunas ocasiones complicada de poner en práctica, la asertividad no es más que un equilibrio en el ejercicio del respeto por los derechos propios y ajenos.

La práctica de la asertividad genera asertividad en las personas del entorno porque uno se convierte en un referente a la hora de comunicarse. Si bien es esencial en los procesos de mediación y coaching, también es de suma importancia en cualquier interacción humana. Una habilidad imprescindible para llevar el timón de la propia vida. Las palabras de Bryant McGill lo expresan claramente:

Si no sabes manifestar quién eres realmente de manera clara y firme, estarás destinado a llevar una existencia triste y falsa, y sólo vivirás para los demás.