La argumentación de las críticas

Desviando la argumentación

 

El reciente discurso de Meryl Streep en el escenario del Berverly Hilton, en ocasión de la entrega de los Globos de Oro, ha provocado todo tipo de reacciones. Desde el apoyo incondicional y absoluto por parte de los detractores de Donald Trump hasta la denigración de la actriz por parte de los que consideran al presidente electo un individuo al que todo se le puede y debe perdonar.

La actriz criticó duramente al político echándole en cara, entre otras cosas, haberse burlado –con mímica incluida- de una persona con discapacidad, y de fomentar la violencia. La reacción de Trump en las redes sociales ha sido la de acusar a Streep de criticarle sin conocerle, de un lado, pero ha aprovechado la ocasión para incluir en su respuesta la consideración de que la actriz está sobrevalorada, como si ello llevara implícito la falta de legitimidad para la crítica. La misma lógica habría valido para invalidar su derecho a la crítica bajo la acusación de ser una mala jugadora de golf, por ejemplo.

Vaya por delante que la aportación por parte de quien escribe estas líneas es totalmente independiente de su opinión respecto al presidente electo. Ése sería un tema para otro debate. Hoy hablo de algo en lo que se cae con demasiada frecuencia: cuando uno recibe una crítica sobre algún aspecto de su vida, en lugar de rebatir esa crítica se aparta el foco del objeto de la misma para contraatacar apuntando a la calidad o valor profesional de quien la emite. Esa actitud manifiesta una falta de argumentos para rebatir el tema en cuestión y la consecuente necesidad de desviar la atención hacia otros aspectos de la vida del crítico. Una actitud que tiene sin duda enormes réditos entre los incondicionales del criticado.

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Supongamos el caso a la inversa: Trump acusa a Streep de sobreactuar en sus películas y ésta replica diciendo que la política exterior de aquél es deficiente. Mismo esquema, mismo desvío.

Otro argumento esgrimido en la repulsa a las palabras de la actriz es el de considerar que el momento y el lugar no eran los indicados para hacer ese tipo de declaraciones. Si seguimos esa lógica, debemos concluir que, en el hipotético caso de que Meryl Streep hubiera aprovechado la ocasión para alabar al presidente electo, los mismos partidarios de Donald Trump se habrían igualmente escandalizado y puesto el grito en el cielo por considerar que ése no era el contexto adecuado. Sería lo lógico, ¿no?

En este caso se ha puesto en evidencia a un personaje enormemente mediático, pero no nos llevemos a engaño: se trata más de una postura personal que política y es práctica habitual de personas pertenecientes a un amplio abanico de tendencias y de actividades muy diversas.

Ojalá llegue el día en que no necesitemos elogiar todo lo que piensa, dice o hace un personaje con el que tenemos cierta afinidad, sea cual sea ese todo y lo que signifique esa persona para nosotros. Entre otras cosas, esa incondicionalidad no hace ningún favor al destinatario, a las personas de su entorno ni, caso de ser alguien con alta repercusión pública, al conjunto de la comunidad.

Esta manera de “argumentar” no es patrimonio exclusivo de la política. En muchos otros ámbitos –profesional, deportivo, familiar-, cuando se producen discrepancias, desacuerdos o conflictos, las partes en juego tienen tendencia a la generalización de acusaciones, a meter en la cesta de las denuncias todo aquello que pueda castigar a la otra parte y dañar su reputación, sin reparar si ello es cierto o justo.

Saber argumentar no sólo enaltece a quien lo practica sino que ayuda a resolver problemas y conflictos. Su práctica debería ser enseñada desde la infancia y con ello nos ahorraríamos infinidad de problemas. Aunque cabría preguntarse si de verdad interesa formar a los jóvenes en argumentación, escucha, diálogo, discutir, negociación y gestión de situaciones conflictivas. Si no se hace será por algo.